La Mancha es una historia que nació en uno de los talleres de Felipe Montes en su Fábrica Literaria. Felipe lanza una idea a la mesa y con esa chispa nacen historias frente a todos. Cada quien escribe durante media hora o a veces un poco más, y el resultado son mútiples historias, muy diferentes cada una, pero todas impulsadas por una pequeña idea.
En esta ocasión, la chispa fue así de simple: escribir sobre un personaje hablando con un objeto. Fue una de las tareas que encargó al final de una sesión y la escribí un domingo en la mañana. Aunque mi pasión es escribir ciencia ficción, en ocasiones me brotan estas historias de horror o misterio, consecuencia de haber leído tanto a Stephen King y a Dean Koontz cuando era estudiante. Recuerdo muy bien que cuando escribí esta historia hace varios meses, me invadió la ansiedad y el terror que siente el personaje, y me sorprendió muchísimo, porque nunca había sentido algo así al escribir.
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Una gota gorda de sudor rodaba entre sus cejas, bajando por un lado de su nariz. “Estoy bien, estoy bien, estoy bien. Hoy es un buen día, sí, sí, sí,” susurraba Héctor para si mismo, sentado en la orilla de su cama. El colchón era delgado, las sábanas ásperas, y el catre rechinaba con hasta el más pequeño de los movimientos. Sus manos las tenía cerca de su boca, sus dedos alternándolos muy rápido, tocándose unos a otros.
Dándose cuenta que su pierna derecha estaba temblando, Héctor respiró profundo tres veces. Logró que su pierna se quedara quieta, pero se levantó rápido susurrando, “sí, sí, sí.”
Caminó hacia la pared, y regresó a su cama. Tres veces caminó ida y vuelta para calmar la ansiedad que cada mañana lo consume. El desayuno ya estaba servido, así que tomó la charola y la puso en su mesa. La silla estaba fría, el metal podía sentirlo en sus piernas, atravesando su delgado pantalón.
Sin percibirla, su pierna derecha empezó a temblar de nuevo. El desayuno era el de siempre, y eso estaba bien. Héctor prefería la rutina, el cambio lo ponía nervioso. El cambio le hacía perder el control.
“No, no, no. No quiero pensar en eso,” se decía.
La avena con pasas, hinchadas por el agua, estaba tibia. Unos minutos más y estaría fría. Su sabor había quedado en el olvido de tantas veces de haberla comido, pero así le gustaba a Héctor. Tres cucharadas de avena a la boca, y luego un respiro. De nuevo, tres cucharadas seguidas de otro respiro. Parecía que las cosas iban a estar mejor.
“Sí, sí, sí. Hoy será un buen día, es miércoles, y los miércoles no hay visitas,” dijo en voz baja.
No te preocupes por mañana, sólo piensa en el día de hoy, recordaba Héctor esas palabras en su mente, repitiéndolas como un mantra. Estaba casi terminando su desayuno, y hasta el momento todo iba por buen camino. En la segunda cucharada sintió un dolor punzante en una de sus muelas y escuchó un sonido resquebrajante.
Héctor soltó un grito de dolor, de sorpresa y de angustia. Aventó la cuchara sobre la mesa y sus dos piernas empezaron a temblar. Su corazón palpitaba más fuerte y lo primero que pensó fue en la tercer cucharada que no tomó.
Un sabor a tierra invadió su boca y escupió la comida sobre el plato. Con sus dedos limpió su lengua y debajo de ella sacó un pequeño pedazo de piedra quebrada.
“No, no, no,” repetía Héctor en voz cada vez más alta. Dio una patada a la mesa y corrió a su cama, se sentó en la esquina contra la pared y abrazó sus piernas. Escondiendo su cabeza entre sus rodillas trató de no pensar.
Pero por su mente pasaban esas imágenes, como una secuencia de fotografías que aparecían por fracciones de segundos. Caras, manos, sangre. Las imágenes le traían recuerdos sonoros, de jadeos, gritos y gemidos. Trozos de tela rota, finos cabellos rizados en su puño, una hoja afilada de navaja, gotas de sangre escurriendo de ella. Hasta podía percibir una sorda sensación de rasguños, codos y rodillas golpeando su cuerpo.
“No, no, no,” gritaba Héctor, si continuaba con sus ojos cerrados iba a seguir viendo las fotografías, oliendo los recuerdos y saboreando esa dulce resistencia de la vida.
Sin soltar sus piernas levantó la cabeza y abriendo sus ojos miró hacia la otra esquina, en donde las dos paredes y el techo se intersectan, formando tres líneas uniéndose en un sólo punto.
Sintió un repentino alivio al ver que no había nada ahí, así que parpadeó tres veces y trató de respirar profundo. Volteó de nuevo la mirada a la esquina y ahí estaba ella, la mancha oscura.
Su corazón se fue al suelo, su estómago estalló con ardor, y recordó el dolor en su muela.
“No, no, no!” volvió a gritar. “¿Qué quieres ahora? ¡Déjame en paz!”
Héctor parecía estar hipnotizado por la mancha en la esquina, no podía dejar de verla. La oscuridad tenía vida, su forma cambiaba como cambian las nubes cuando se observan por más de unos cuantos segundos.
A Héctor no le gusta que cambie de forma, verla así le hacía sentir ansiedad, pánico, paranoia, miedo. Cerró sus ojos y las fotografías aún estaban ahí, decenas de ellas pasando unas tras otras. No sabía qué era peor, cerrar sus ojos o mantenerlos abiertos.
Prefirió abrirlos y sin poderlo evitar volteó a ver la oscuridad en la esquina, y se dio cuenta que seguía moviéndose, creciendo segundo a segundo. Era irresistible la atracción, Héctor estaba seguro de que la sombra lo observaba a él. Escuchaba sus murmullos, sus susurros. Escuchaba las voces que salían de ella.
“No, no, ¡no!” tapó sus oídos con sus manos pero los susurros seguían escuchándose. Volvió a abrazar sus piernas y con todas sus fuerzas se echó hacia atrás y se pegó lo más posible a las dos paredes detrás de su espalda.
De la oscuridad en la esquina, cayeron las fotografías. Las podía ver tiradas en el suelo frente a su cama, caras, manos, sangre. Sus manos le dolían, las apretaba fuerte y las volvía a soltar.
“Déjame en paz, aquí estoy seguro. Sí, sí, sí, aquí estoy a salvo, aquí estoy a salvo.”
La sombra tomó una forma humana, y Héctor la vio caminar de espaldas hacia él y gritando le dijo, “Esto no es real, esto no es real, tú no eres real.”
Cerró sus ojos y junto con su quijada los apretó para no volverlos a abrir jamás.
“Mmm, mmm, mmm,” sonaba un tarareo a su izquierda. Su corazón se detuvo por unos segundos, en todos estos años no había vuelto a escuchar ese sonido.
“Mmm, mmm, mmm,” continuaba el tarareo.
Sucumbiendo al terrible recuerdo, Hector levantó su cabeza y trató de decir temblando, “¿Mam… Mam… Mamá?” Batalló para decirla, pero con sudor en su frente pudo terminar la palabra.
Estaba ella agachada acomodando algo en una silla, tarareando esa canción. Se movió dejando la silla descubierta, y sobre ella estaba Martita, sentada inmóvil y con la boca entreabierta, el cabello mal peinado. De la esquina oscura, se alcanzaba a escuchar un suave zumbido. Poco a poco fue creciendo, y de la oscuridad salieron cientos de moscas que volaban hacia la niña.
El sonido de los diminutos insectos se volvió ensordecedor y éstos rodeaban ya el cuerpo entero de su hermanita. El olor a putrefa
cción llenó sus sentidos, de la boca de Martita vio salir una larva y con ello Héctor le gritó a la sombra, que flotaba con la forma de su madre, moviéndose con vida propia.
“Yo sólo quería jugar con ella.”
La sombra terrible de su madre volteó su cara para verlo, con un movimiento súbito se le acercó, lo miró con unos ojos que le giraban sin control, y con un aliento bochornoso le dijo, “Hijo, todo está bien, todo está bien, todo está bien.”
“Mira a tu hermana, qué hermosa está. Mi niña preciosa, todo está bien, todo está bien, todo está bien.”
Héctor tomó su tiempo, respiró tres veces y giró su mirada para atreverse a ver a su hermana. Martita seguía sentada ahí con la boca entreabierta. De pronto, la niña volteó su cabeza hacia él, abrió sus ojos que eran como canicas, unas bolas negras, secas y opacas, y de su boca salieron miles de moscas llenando de oscuridad la celda.
Héctor empezó a sacudirse, tratando de borrar de su mente los tres días que su madre tuvo a su hermanita, tiesa, hinchada y pestilente, sentada en su mesita hace tantos años. Ahora estaban de nuevo frente a él, traídas por esa mancha, sinuosa y engañosa. Héctor rasgó su camisa, clavó sus uñas en su cara, se arrancó algunos cabellos, y las sacudidas eran violentas.
Por el monitor de la celda 131, el sargento Rodríguez veía a Héctor gritarle a la esquina en el techo, abrazando sus piernas, temblando tan fuerte que parecía estar convulsionando.
“Ya le he dicho que tenemos que limpiar esa mancha, doctor. No veo cómo es que eso le ayude a mejorar su condición. Cada vez lo veo peor.”
“Al contrario sargento, la mancha es terapéutica. Es un mecanismo para no sólo enfrentar la realidad de sus actos, todas esas muertes inocentes, sino para acercarlo a la raíz de sus miedos, al origen de su comportamiento.”
El sargento exasperado, chistó con su boca, le dio la espalda al psiquiatra y caminando hacia la puerta volteó a ver una vez más al reo.
“Tenga paciencia sargento, hoy hemos logrado un avance importante. ¿Lo escuchó? Es la primera vez que menciona a su madre. Esto puede una señal de que-” el psiquiatra fue interrumpido por un alarido enloquecedor de su paciente.
Héctor parecía estarse elevando del suelo, y aunque el doctor no podía asegurar si sus pies tocaban el piso, se estremeció al ver el cuerpo arqueado tan atrás, que le levantaba el pecho a una altura imposible. Las venas en su cuello se le engrosaron a punto de estallar y el ensordecedor chillido le rasgaba su garganta.
El doctor y el sargento Rodríguez sintieron una onda gélida invadir sus cuerpos en el momento en que las luces parpadearon y se apagaron, quedando en total en penumbra. Segundos después, regresó la energía y la celda se iluminó, regresando todo a la normalidad. Rodríguez dio un paso hacia atrás, el doctor soltó un apenas perceptible gemido, cuando ambos volvieron a ver a Héctor sentado en su mesa, comiendo avena con pasas.